La importancia de los libros


LA MAGIA DE LA LECTURA ESTÁ A TU ALREDEDOR
" Para mí la lectura ha supuesto la puerta a cientos de mundos fantásticos, a miles de historias maravillosas y de personajes inolvidables y tengo la sensación de que sin libros mi vida se volvería claustrofóbicamente pequeña. Y no porque lo sea realmente sino porque, gracias a la lectura, estoy acostumbrada a que sea mucho más grande.
Una vez que se posee la llave de las palabras, una vez que se aprende a leer, ya no hay límites ni fronteras. ¿Por qué permanecer encerrado en una habitación cuando puedes explorar un palacio con un número infinito de estancias?" (Laura Gallego)

"Hay una razón primordial para que leamos: a la información tenemos acceso ilimitado, pero ¿dónde encontraremos la sabiduría?" (Harold Bloom)
"En Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma. En efecto, curábase en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás." (Jacques Benigne Bossuet)




miércoles, 28 de octubre de 2015

En ABORDAJE - UNA SOMBRA SOBRE EL MISTERIO

Este es el texto de "Una sombra sobre el misterio", el cuento de María Nazaret Agudo publicado en el libro Abordaje:


Al llegar corriendo a la parada de autobús, nos recibió un gran soplo de viento que arrebató el gorro a Dani. Íbamos, como siempre, discutiendo por tonterías.
Seguimos con la discusión camino a clase y, cómo no, gané yo. No sé si me deja ganar porque soy una pesada, o porque no sabe qué decir.

Al pasear me di cuenta de que era un bonito al igual que ajetreado día en Sevilla. Eran las siete de la mañana y el cielo parecía estar despertando de un largo y profundo sueño. Todo estaba lleno de ancianas que hacían la compra, hombres con chaqueta y maletín, personas mayores leyendo el periódico en una cafetería, personas tocando instrumentos, coches y más coches… lo normal en Sevilla.

-           ¿Y qué piensa hacer estas vacaciones, señorita Conan Doyle? – preguntó juguetón Dani.

Aquella pregunta me pilló desprevenida, ya que no tenía idea fija sobre qué hacer en unas vacaciones que se presentaban mortalmente aburridas. Al no responder, Dani me presionó:
-          A lo mejor, la señorita Conan Doyle pasa un rato con el señor Holmes, que prácticamente es como su hermano.

Me llamaba ¨señorita Conan Doyle¨ por mi gran obsesión por Sir Arthur Conan Doyle, el mejor escritor policiaco del mundo, y su increíble Sherlock Holmes, el personaje de literatura policiaca más memorable de todos los tiempos. Pasaba horas muertas (y vivas) leyendo los libros de Conan Doyle y, cuando no quedaban más, llagaba la desesperación por encontrar algo que satisficiera, tanto o más, mi sed de asesinatos, robos, muertes, lupas, Watsons… No me malinterpretéis, pero necesitaba algo que me hiciera sentir viva, en tal caso, un poco más que los clientes de Holmes.
-          Agatha, ¿sigues ahí? – preguntó él, desconcertado.

Agatha. Un nombre bastante detectivesco, pensé, y sigo pensando. Para mí es un honor llamarme como otra gran escritora de misterio: Agatha Christie. Ojalá Dani se llamara Hércules Poirot, como el gran personaje de Christie, y formáramos un dúo detectivesco genial, pero él no se llama Hércules, ni nosotros somos detectives.
-          No sé qué hacer – me decidí a responder –. Leeré misterio, bajaré al kiosco, compraré gominolas, espiré a los turistas que visitan la Giralda... Lo normal, ya sabes.

-          Y ¿por qué no haces algo fuera de lo común? – me sugirió –. Yo me voy a la playa.

-          ¿Y qué haces allí fuera de lo común? – pregunté yo, dejándome engañar por ese brillo en su mirada.

-          ¡Me baño! – dijo tan pancho.

-          ¡Ya entiendo por qué está fuera de lo común! ¡Porque te bañas! – respondí yo con una de mis muchas ocurrencias, y él rió de buena gana.

Hablando de esto y aquello llegamos al instituto y, antes de entrar, miré atrás y pensé en esas calles, ahora casi desiertas, cómo estarían dentro de unos días, cuando las vacaciones de verdad empezaran y todos, o casi todos los sevillanos, se marcharan y todas las demás personas del mundo llegaran.

Vivía en una zona privilegiada: muy cerca de la Giralda. Nuestro bloque era un bloque antiguo, de esos en los que hay “principal”, primero, segundo… Yo vivía en el quinto. La mayoría de los demás apartamentos eran alquilados en vacaciones, excepto los del principal, en el que vivían las ancianas del bloque para no andar tanto. En el bloque de enfrente vivía Dani con sus padres. Yo vivía con mi hermano Jorge y mis padres.
Mis padres son Marga Ramírez y Juan González. Son muy amigables. Hablaban con soltura inglés y francés. Empezaron a hablar idiomas hace diecisiete años, cuando se conocieron. Además, como ya he dicho antes, en nuestro bloque se alquilaban pisos, así que seis años antes de que esto sucediera, tres familias, como por arte de magia, se conocieron: dos extranjeras que alquilaron un piso y una española que se mudaba. Las tres familias se hicieron muy amigas e hicieron un pacto: volver a verse cada dos años.

Mi hermano Jorge, no hay palabras para describirlo, aunque voy a intentarlo con mucho ahínco. Era de estatura media, de pelo color castaño y ojos a juego: un chico muy bobalicón, que siempre llevaba deportivas. Su hobby era esconderse en su habitación con las persianas y las luces apagadas a dormir, jugar a videojuegos y comer. 

El primer día de vacaciones mi madre despertó muy agitada. Corría de un lado a otro y farfullaba palabras irrepetibles.
-          ¡No puede ser! ¡Ya llegan! ¡Ya llegan! – gritaba mientras corría.

Pero ¿quiénes llegaban? En ese momento oí a mi padre tranquilizarla:
-          Marga, decían que llegarían sobre la ocho de la noche – dijo con muchos aspavientos, ya que le acababa de despertar.

-          Pero ¿quién llegará sobre las ocho? – pregunté yo desorientada.

-          ¡Callaos todos de una vez! ¡Sobre todo tú! – dijo Jorge refiriéndose a mí y saliendo de su antro de guarrería y felicidad. Y que sepáis que yo no dije una palabra más alta que otra.

-          Ya lo sé, pero tengo que prepararlo todo – le espetó mi madre a mi padre, aún nerviosa.

-          ¿Qué tienes que preparar? – dije yo.

-          Yo te ayudaré, cariño – continuó mi padre.

-          ¿A qué le ayudarás? – pregunté yo casi chillando.

-          Gracias, Juan– dijo mi madre.

-          Pero ¿qué pasa aquí? – pregunté gritando.

-          ¿No lo sabías? Los Watson y los Sawyer van a venir. ¿No te acuerdas de Val, Tom y Matheo? – dijo ya relajada.

¿Que si me acordaba? Llevaba dos años intentando olvidarlos. Me acordaba de Val, diminutivo de Valeria. Era una neoyorquina de mi edad, presumida e intratable. Tenía un pelo precioso, cuidado, rubio y casi perfecto. Tom Sawyer era su mellizo. ¿Nunca os habéis leído Las aventuras de Tom Sawyer?; pues a sus padres les gustaba tanto esa novela de Mark Twain, que le llamaron como al personaje principal. Al igual que su familia, era rubio y del todo intratable, pero de un modo distinto. La última vez que vino, no paró de hablarme sobre su gran viaje a Noruega. Cuando empezó a decirme que allí pescó salmones, desconecté. Y, por último, Matheo Watson: un extraño londinense de unos años más que yo, que no cruzó palabra con nadie a excepción de un “Simple” cuando le preguntaron sobre la comida. Sus negros ojos sin fondo quedaron pegados a la pared, como esperando a que en esta ocurriera algo mágico. Lo único que me gustó de él fue su apellido: Watson.

-          ¡Agatha! ¿Ya estás vestida? – me preguntó mi madre desde la otra punta del apartamento.

Sí que estaba vestida. Llevaba unas deportivas viejas, una camiseta roída, unos vaqueros piratas y el pelo recogido en una fea coleta. Aun así respondí que sí. Al verme, mi madre se puso hecha una furia y empezó a buscar un vestido en mi armario. Mientras lo hacía, la observé de reojo. Lucía un bonito vestido rojo, unos tacones de vértigo y un collar de perlas. Rápidamente sacó un vestido de flores y unas manoletinas marinas. Me los puse sin rechistar, ya que su mirada empezaba a dar miedo. Tras eso, me alisó el pelo y terminó de arreglarse. Pronto vi a mi hermano, que salía de su habitación con mala cara. Me miró y yo le miré, y seguimos nuestro camino como si nada. Llevaba una camisa a cuadros y unos pantalones bastante feos. Mi padre lucía parecido.
Pronto llamaron a la puerta y, de repente, una avalancha de besos, abrazos, alguna que otra lágrima y muchos “¡Cuánto tiempo sin verte!” llegaron hasta nosotros. Lentamente vi cómo algo me agarraba y zarandeaba, y que al mismo tiempo una voz chillona quitaba: “¡Agatha, te he echado mucho de menos!”. Se trataba de Val. Cuando por fin me desprendí de ella, otro bulto rubio se me abalanzó gritando lo mismo, pero más fuerte. Era Tom Sawyer. Mientras intentaba buscar un poco de aire, vi cómo un chico moreno y alto para su edad esbozaba una pequeña y maligna sonrisa al verme tan aplastada. Parecía ser Matheo. Cuando por fin la cosa se relajó, nos sentamos en una mesa rectangular que mi padre había colocado en mitad del salón. Hice un esquema mental cuando todos estuvimos sentados.

Enfrente de mí se encontraba Matheo mirando bobamente a la pared, como si esta no tuviera un fin. A su lado se encontraba Tom, que seguía hablando de más viajes y moviendo su flequillo de un lado a otro. Sentado cerca estaba mi hermano Jorge, que estaba tan aburrido que puso en práctica la técnica de Matheo de mirar al infinito. Val estaba a mi lado riendo por las ocurrencias de su hermano, y los padres a lo suyo. Se fue haciendo tarde y mi madre nos indicó que podíamos pasar al salón para poder hablar de nuestras cosas, y con eso se refería a que Tom pudiera hablar de sus cosas sin fastidiar a los adultos.
En el salón, Thomas habló y habló hasta que una voz irreconocible dijo algo:

-          ¿Os gustan los misterios?

Nos giramos como movidos por un resorte y vimos a Matheo sonreír. No respondimos, pero, aún así, él comenzó su historia:
Una mano se posó sobre el hombro del chico, que se giró inmediatamente y pudo observar un gran brazo terminado en manos con largos y finos dedos que sostenían un pequeño sobre. El chico lo aceptó y pudo leer  el contenido enviado desde Scotland Yard agradeciéndole su ayuda en sus múltiples investigaciones, escrito por la impoluta caligrafía del inspector Lestrade y una bonita tinta azulada dirigido a la Sombra de Holmes. Con esto, el chico, orgulloso de sí mismo, corrió hacia la biblioteca y de camino robó un periódico sin que el tendero se enterase. Ojeó la exclusiva, cosa que él no podía dejar escapar: “OTRO CASO RESUELTO GRACIAS A LA MISTERIOSA SOMBRA DE HOLMES. Su gran intelecto sí que hace sombra a Scotland Yard”, pudo leer. Pronto llegó a su destino, donde la policía le esperaba. Entró en la majestuosa biblioteca de Londres y se dirigió hacia ellos. Cerca pudo observar el cuerpo de una mujer de mediana edad y un libro manchado de sangre entre sus manos. Fue directamente hacia ella, dejando a Lestrade con la palabra en la boca.

-          Un disparo  atravesó el libro e impactó contra su pecho – dijo agachándose sobre el cuerpo –. Podría haber sobrevivido, pero se desmayó y se golpeó la cabeza.

-          ¿Está seguro de que no murió solo por el disparo? – preguntó Lastrade.

-          Sí. Porque, tras el disparo, se cayó y se golpeó la cabeza con la estantería, tercera banda para ser exactos. Cayó redonda al suelo y, por ese segundo impacto, murió.

-          ¿Y usted cree que podrá resolver este caso, “Sombra de Holmes”? – preguntó Lestrade riendo.

-          Solamente será un juego para niños.

-          Su juego de niños empieza cuando le cuento que en esta biblioteca solo había tres personas cuando murió: Jorge Ross, un anciano retirado de la medicina; April Jones, una niña de once años; y David Evans, un antiguo mercenario. Y su jueguecito acaba cuando se entera de que el médico llevaba veneno, la chica una navaja y el mercenario una pistola y…

Antes de que Lastrade terminara la frase, la Sombra se había marchado en busca de Jorge Ross, el primer sospechoso.

-          Le prometo que no he matado a nadie. Soy inocente. Lo único que oí fue un golpe seco y un disparo.

-          ¿Para qué quería el veneno? Porque yo no suelo ir con veneno a la biblioteca.

-          No es veneno. Es una medicación que he inventado yo mismo contra mi cáncer de huesos – le mostro mientras señalaba su silla de ruedas.

-          ¡Claro! Gracias por su tiempo – dijo, y se encaminó a casa de April Jones.

Una escuálida y blanca niña le recibió entre lágrimas con la misma excusa.

-          Soy inocente. Solamente buscaba un libro de Julio Verne y, de repente, me veo envuelta en un homicidio – dijo rápida e inseguramente.

-          La navaja.

-          ¿Qué? – preguntó aún más insegura.

-          Que ¿qué pasa con la navaja?

-          La navaja. De los Scouts – al oír esa palabra, huyó despavorido, ya que le traían malos recuerdos.

Cerca encontró a David Evans, un veinteañero violento.

-          ¡Todos los policías son unos pesados! ¡Yo no he matado a nadie!

-          No te acuso de nada, solamente te pregunto sobre el tema.

-          ¡Pues ya sabes! – gritó.

-          ¿Por qué llevabas esa pistola?

-          ¡Para defenderme!

-          ¿De quién? – preguntó la Sombra.

-          ¡De personas que piensan que no debería estar en libertad! – gritó, y la Sombra de Holmes se marchó.

Hizo un esquema mental: Ross y su medicamento, Jones y su navaja de los Scouts y Evans y su pistola. Era Evans a la fuerza, ya que era el único que llevaba una pistola… Pensó en ello y llegó a Scotland Yard, al despacho de Lastrade, que se encontraba vacío. Entró, y sobre la mesa encontró el libro de la escena del crimen y empezó a ojear lo que quedaba de él. Se trataba de una historia de Sherlock Holmes. Pronto se paró en una hoja y leyó: Muerte a Holmes. IL. Cerca unos pasos se oyeron, y la Sombra saltó por la ventana.

¿Por qué Muerte a Holmes. IL? Se sentía frustrado y dejó el libro cerca de la carta que el Inspector Lestrade le había enviado esa misma mañana: tinta azul, caligrafía perfecta… Igual que con el mensaje, y la misma firma: IL de Inspector Lestrade. Ahora la Sombra sabía quién lo había hecho y por qué.

-          Fue Lestrade – dijo aquella mañana, dejando mudo a Scotland Yard –. Tú mataste a esa mujer con tu pistola y echaste la culpa a los demás. Lo descubrí gracias al mensaje que dejaste escrito en el libro y el que me enviaste. ¿Por qué? Porque te enfureció  que en la noticia criticaran a Scotland Yard, y quería venganza. Simple.

···

-          ¿Eso es todo el misterio? Tiene hoyos – dijo Val.

-          Ese no es el misterio. El misterio es quién era la Sombra de Holmes. Quien lo descubra, que venga mañana a mi apartamento – dijo eso y se marchó, igual que la Sombra.

No es por echarme rosas, pero claro que lo descubrí, y esa misma mañana fui a su casa y le espeté:

-          Eres tú.

-          Sí… Yo soy yo – dijo, perdido.

-          Tú eras la Sombra de Holmes.

-          ¿Cómo lo has adivinado? – pregunto incrédulo.

-          Eres exactamente igual que él. Desapareces como las sombras, te apellidas Watson y tu talón de Aquiles ha sido eso de “Simple” - contesté imitándole.

-          Chica lista. ¿Me acompañas a la biblioteca?

-          ¿Me prometes que no va a haber ningún asesinato?

-          No te prometo nada.

Gracias a ese “No te prometo nada” nos hicimos compañeros inseparables de aventuras, ya que en la biblioteca pasaron cosas oscuras, más oscuras que la habitación de Jorge.

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